La mágica historia de Hikari Ōe, un niño autista que se convirtió en récord de ventas en casi todo el mundo
Hikari Ōe iba a morir.
Desde antes de nacer el japonés tenía un diagnóstico complejo. Su nacimiento se hacía improbable y, si ocurría, estaba destinado a vivir asistido por otros por el resto de su vida.
La decisión estaba en las manos de sus padres.
Su padre, Kenzaburō Ōe, no era un hombre que no aceptara los retos: Desde pequeño tuvo que lidiar vivir en una sociedad ultracompetitiva y con dos orejas que salían de su cabeza y se convertían en su principal característica. Así, de niño aprendió a vivir con su mayor defecto a la altura de su cara.
Por eso no es raro que él escribiera cosas como esta:
“Si quiero enfrentar mi responsabilidad, solo tengo dos caminos: o le estrangulo con mis propias manos o lo acepto y lo crío. Lo sé desde el principio, pero no he tenido valor para aceptarlo…”.
El texto es del libro “Una cuestión personal” (1964).
El párrafo fue significativo, pensando que Ōe se casó a los 25 años -en 1960- con Yukari Itami, el amor de su vida, y tres años después (uno antes de escribir esas palabras), estaban esperando a Hikari. Es la decisión de una familia la que queda ahí explicada, sin más contexto, en solo 34 palabras.
En ese seno, Hikari nació.
Un trino inspirador
Luego vinieron las malas noticias.
Al solo nacer el bebé fue diagnosticado de hidrocefalia severa y tuvieron que operarlo para extraer un enorme bulto que traía adherido a su cabeza. No eran orejas, como las de su padre, sino que un peso mucho mayor por el que estuvo a punto de morir a minutos de haber nacido y con efectos que lo acompañarían durante toda la vida.
Discapacidad intelectual, ceguera parcial, epilepsia y autismo fue lo que dijeron los médicos.¿La recomendación? Dejarlo morir.
Los padres se negaron y ahí comenzó su tarea. Para darse ánimo empezaron a ver a su hijo como una flor preciosa: inanimada, sin interés por nada, pero con una extraordinaria belleza que brota del amor que ellos le tenían.
Porque para ellos la pena quedó atrás pronto. No solo porque quizá no hay amor más grande que el de una padre a un hijo, sino también porque gracias a él pudieron entender que la belleza no es homogénea, sino que es capaz de vivir incluso en los lugares más improbables.
De hecho, a las pocas semanas de inaugurar su paternidad, Kenzaburō Ōe viaja a Hiroshima, el epicentro del horror de la guerra y de sus consecuencias en hijos y nietos de un pueblo derrotado y allá, donde las complicaciones en los partos y las infancias desgarradoras son la tónica, los locales le dieron ánimo por los años que se le venían. Lo compadecían. Los más pobres entre los pobres lo miraron con pena.
Itami y Ōe se decidieron a criar a Hikari de la mejor manera posible. Por eso, comenzaron haciendo el ejercicio más simple que tiene el amor: lo miraron y empezaron a conocerlo. El niño no se movía pero existía, y en el mundo la existencia y la interacción van de la mano. No respondía a las señas, no respondía al lenguaje, pero sí abría los ojos cuando oía a los pájaros cantar.
El trino podía ser la clave. Cómo no, ya le había pasado a Tartini cuando bautizó a la melodía más bella del mundo como “El Trino del Diablo”: la belleza solo puede despertar más belleza, y de ahí salen cosas extraordinarias.
Entonces la pareja comenzó a buscar discos de cantos de pájaros. Suena el canto de uno y luego una locutora dice qué especie era la que cantaba.
Y en eso se lleva la infancia, hasta que un día padre e hijo salen a pasear y escuchan un pájaro cantar. “Roscón”, dice Hikari, ante un padre que no podía creer cómo este niño, esta bella flor que pasaba por la vida impasible, miraba, oía y reaccionaba a la vida.
Fue su primera palabra.
De ahí, aprendió los trinos de casi todos los pájaros existentes, los empezó a imitar y jamás se equivocó al escuchar uno. Por eso la recomendación médica fue que tomara lecciones de música clásica, y a los 11 años comenzó otro proceso improbable: aprender a tocar piano.
Empezó lento, pensando en sus dificultades de expresión, sus complicaciones motrices y su escasa comunicación. Pero avanzaba, y eso los ponía felices a todos. Hasta que un día, como tarea, se puso a escribir música. Y lo que escribió no solo era bello, era extraordinario.
La música se transformó en su lenguaje. A través de ella comenzó a conocer el mundo y a mostrar su propia alma. Una que resultó ser tan bella como la de una flor extraordinaria.
En 1992 lanzó Música de Hikari Ōe, que contenía 25 piezas breves para piano. Vendió 80 mil copias y algunos de sus movimientos han sido interpretados por figuras de renombre mundial, como la argentina Martha Argerich.
En 1994 su padre, Kenzaburō Ōe, se convirtió en el segundo japonés en ganar el Premio Nobel de Literatura, en una obra que le debe tanto a su talento como a su hijo, porque es imposible explicar la obra de Kenzaburō sin Hikari, porque es él la inspiración de la mayoría de sus textos.
Quizá es imposible que un artista pueda abandonar la belleza cuando la tiene tan cerca.
De hecho, hoy la casa de la familia Ōe está llena de pájaros y pajareras, que deambulan como si fueran los dueños de ese hogar. En parte lo son, porque sin ellos esta historia sería distinta.
Pero son solo Yukari y Kenzaburō quienes disfrutan de ese sonido todos los días, pues hoy viven solos. Hikari se casó y además de ser un gran compositor y récord de ventas, tiene su propia casa.
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por sus comentarios no olvide de seguirme en mi canal YouTube Rumbo Al Exito ya somos 15 mil suscriptores